sábado, noviembre 15, 2008

TIC-TAC




La primera vez que pase por esa pequeña tienda de antigüedades de la feria Tristan Narvaja en Montevideo, sentí una enorme nostalgia de mi infancia y una extraña sensación en las orejas. Al rascarme noté que estaban levemente más grandes, quizás más puntiagudas, pero no le tomé mayor atención y seguí recorriendo las decenas de los memoriosos bolichitos aquella mañana de febrero. Habían pasado quizás más de 30 años de aquella tarde en que descubrí mi tesoro.

En aquel entonces nuestra pandilla merodeaba ese mágico y fantasmagórico lugar que era la unión del cementerio rural y la cancha de fútbol en la patagonia austral. Ahí en un rincón olvidado de las ruinas de las graderías, fue donde hallé esa maravillosa bolsa negra de tiempo metálico.

Ahora que camino por la feria de Tristan Narvaja recuerdo con claridad como fue ese episodio ya lejano. Recuerdo los detalles, cada segundo, todas las situaciones. Paso a paso, el tiempo de entonces comienza a apoderarse de mi memoria, a cubrirla, a dejarla diminuta en algo que aún no se explicar, pero que todos conocen como tiempo. Como tiempo circular, quizás, que se ubica entre delicados engranajes que nunca se gastan, mantienen su metálico orden y pulcritud, espirales acerados que agrandan y empequeñecen su circularidad. Delicados, duros y certeros son sus ciclos.

Alejado un poco de la pandilla, mis manos sin miedo, revisaron en menos de un segundo lo que había dentro de esa oscura capucha. Sentí que tocaba algo que tenía pulso, pero no era vida, pero era movimiento y sonido; pensé entonces en las formas del tiempo y en los robots. Entonces con seguridad seguí manoseando hasta estar seguro en mis sospechas: eran relojes.

Antiguos relojes, varios relojes, algunos desarmados, otros dando movimiento y sonido. Otros ya casi muertos sin ninguna posibilidad de volver a funcionar como cuando salieron de ese taller donde nacieron, cuando al simple toque de sus maestros creadores agarraron vida y comenzaron a moverse quietos, agazapados en las paredes, en las estanterías, en las mesas, escritorios y veladores. Y por supuesto también en las pulseras, collares y bolsillos.

Pues en ese momento pensé que había descubierto el tiempo, pero no lo entendí, ni lo supe manejar, menos ahora, que cuento todo esto, pero que no tengo ninguna propuesta aún de decir como terminara este relato.

Me parece que la feria de Tristan Narvaja expresa un poco eso. Todas las ferias, las comidas, los escritorios, los dormitorios, las casas y las calles, las ferreterías y librerías, el mundo, expresan infinitas formas de vida, -como los relojes pensé, mientras me refregaba las manos en círculo, con impaciencia y con una sonrisa de maldadosa alegría-.

Esta feria está en el centro de Montevideo, una ciudad que a fines del siglo 20 vive una digna decadencia, luego de ser uno de los puertos claves del atlántico suramericano. Al caminar por sus calles se aprecia la gloria que tuvo en sus momentos esta ciudad luz.

Pues al alejarme de la tiendita de relojes, seguí recordando mi infancia, cuando tome esa bolsa negra y sin revisar su contenido volví al juego de la pandilla. Pero sabía que llevaba un tesoro y no sería fácil seguir el juego sin delatar mi repentina ausencia y la carga que llevaba ya en propiedad. Además, ya sentía molestias por mi descubrimiento, recuerdo que uno de mis pies ya tenía engranajes y quería seguir dando vueltas y vueltas. Entonces les dije a mis amigos y amigas que la razón de mi cojera era que tenía que revisarme porque quizás me había picado una abeja o me había ensartado una espina de cardo o zarzamora. Mis amigos y amigas habían descubierto que uno de mis pies no tocaba tierra. Yo les encontraba toda la razón, porque si tocaba tierra el engranaje que en ese momento ya era mi pie comenzaría a avanzar y girar y girar y girar.

Luego de pasar por esa primera cuadra de tiendas de la Feria de Tristan Narvaja había sentido la comezón de la oreja, y cuando me las toqué eran realmente más grande, pero no me importaba. Las tocaba, más que por preocupación, por un placer nuevo e infinito. Las manoseaba y escuchaba todo lo que se decía en varios metros o cuadras o kilómetros a la redonda.

Y entendí perfectamente el negocio de las antigüedades.

Entonces sentí una pena histórica. Montevideo se hacia presente. Era la ciudad luz de la costa atlántica que reclamaba sus tiempos. Claro, había pasado a mirar esos relojes antiguos y el señor que los vendía me mostraba la carcasa, los engranajes, y los círculos sin fin. Luego me mostraba el grabado de hace un siglo o medio siglo y me invitaba a comprarlos. Yo acariciaba mi bolsillo, mis dólares, mientras mi mano a la que le habían comenzado a crecer las uñas y pelos, transpiraba fría y cada vez era más sutil. Podría fácilmente tocar las ranuras y protuberancias del billete verde. Con el dedo índice trazaba la silueta perfecta del triangulo y el ojo del dólar, acariciaba las letras y los números, podía precisar que parte del papel había sido más gastado, sabía ya las claves de los imprenteros que fabricaron ese billete en forma masiva y en serie.

El reloj es como una cazuela, como un alimento variado. Su base es total y forma parte de su progresiva existencia. Ustedes pueden vincularse con cualquier cosa o persona o tiempo, o espíritu o duda o inexistencias y quizás podrían decir lo mismo que uno mira en una comida variada del sur de América, o de Asia, o África, o Europa o Australia. Miran el plato de comida y ven quizás legumbres, especies, carnes, arroz, trigo, ají, leche, huevos, raíces, semillas, y muchas cosas más. Pero lo rico es la comunión de esos elementos. La combinación maravillosa, el trabajo desarrollado, la gente que conoce que ese alimento, la gente que sabe cosechar y sembrar, la que sabe almacenar y la que sabe cocinar, las personas que saben cuanto hay que cocinar y como servir, la gente que sabe ofrecer, dar y recibir, la gente que sabe conversar y la gente que gusta de los silencios de las mesas… tantas cosas…

Algo como esa mesa pienso que debe ser el verdadero reloj, que no necesita una energía particular para funcionar, sino que se alimenta de toda esa generosidad y valiente vida de los alimentos. Porque cuando uno come pescado, no solo come pescado. Y cuando come papas, no solo come papas. Y cuando toma Champagne, no solo toma champagne, o cuando le dan suero, no solo es suero. Cuando uno come pescado, come anzuelos, barcos, pescadores, mares, piratas, náufragos, sonares, grandes redes, discusiones en universidades, salarios, latigazos, poesía, espíritus, y tantas cosas más. Cuando come papas, come historia, enfermedades, sanaciones, remedios, epidemias, prosperidad, aldeas, niñas hermosas, jóvenes apuestos, abuelos y abuelas, manos, fines del mundo, noches de guerra, colonizaciones. Cuando toma champagne también toma grandes noches de amor y cariño, y varios licores solidarios y guerreros y mujeres espectaculares y tiernas, y grandes aviones con puros puestos de primera clase y hoteles y pequeñas viñas y uvas y raíces y tierras. Y cuando toma suero, toma salvaciones y grandes soledades y Apocalipsis falsos y trescientos veintiocho mil quinientos noventa y nueve coma nueve libros leídos, más todas las comidas anteriores y guerras oscuras y solitarias y suicidios y ciudades repletas de individuales soledades. Y muchas cosas más, muchas cosas más.

Entonces uno es responsable de lo que come, de lo que descubre, de lo que entiende, de lo que regala y deja que le quiten. Un alimento es uno de los vínculos perfectos con el tiempo, con el espacio, con la espiritualidad, y por supuesto con las actuales responsabilidades.

Porque claro, en ese momento de mi niñez, yo regale varios de los relojes de esa bolsa oscura. De los primero que me desprendí fueron los que en su boca tenían menos dientes. Igual había unos que no tenían dientes, ni muela ni lengua, pero tenían una carcasa de gran personalidad, es decir eran pesados, y esos fueron los segundos regalos. Después creo que me quedaron, quizás tres, o dos o uno. Pero ese uno se lo pase a un relojero del barrio porque prometió arreglarlo. Ese parece que era el único que generaba movimiento y sonido.

Pues nunca más lo vi, nunca lo cobré, nunca hubo ninguna palabra más.

Darse cuenta es gratis, y la responsabilidad y el respeto son gratis. Y así fue pasando el tiempo, esperando que me lo devolvieran, que un día me llamaran y me dijeran “aquí está tu reloj”. Y yo lo mirara con cara de encantado y dejara de escuchar todas las palabras y sonidos del mundo y solo escuchara el tic tac de esa maravillosa máquina. Soñé con ese momento y me quedaba largas horas en la noche antes de dormir imaginando mi tesoro. Pensaba, claro, me cobraran algo por el arreglo, o quizás el relojero del barrio es una tan buena persona, que solo arreglar ese reloj le causa tanto placer que me cobrará nada. O quizás me extorsionará, me dirá que el reloj es mío, pero que él lo guardará hasta que yo junte todo el dinero que costó el arreglo, o hasta que yo sea grande, como para usar tan preciada maravilla. En fin, pensé tantas cosas, pero nunca lo cobré. Y paso y paso el tiempo hasta que un buen día el relojero se fue del barrio y yo me quedé ahí pensando en mi reloj. Algunos decían que en tal lugar el relojero tenía su taller y que en la vitrina exponía los objetos más preciados. Entonces yo todas las veces que pasaba por el centro de la ciudad me quedaba mirando en las vitrinas de las relojerías, pero nunca veía mi reloj.

Pero en la Feria de Tristan Narvaja, vi mi reloj mil veces. O sea no tantas, pero varias veces pase una y otra vez por la pequeña tienda que ofrecía esos preciados objetos. La primera vez, ya lo he dicho, sentí inmediatamente una extraña comezón en las orejas y las sentí un poco más grandes. Y luego comencé a escuchar todas las conversaciones a las que dirigía mi atención, no importando que el dialogo se registrara allá, en lo más lejos que podían captar mis ojos. Me asusté un poco, pero luego, me conforme pensando que todo era la fuerza de la imaginación. Sin embargo luego de otra pasada por la tienda de relojes, sentí que mis zapatos eran más pequeños, más estrechos y al mirarlos descubrí que habían crecido en punta, la cual terminaba en una especie de espiral hacia arriba. Y eran ya rojos mis zapatos, pero no me apretaban, los sentía extremadamente cómodos a pesar de lo grande y puntiagudos que eran.

Pasaba con más asombro cada vez por la tienda aquella, sin decidirme a comprar tan magnifico objeto. Algo me autoaconsejaba que no lo hiciera, porque quizás pasaría para siempre a convertirme en lo que ya me estaba convirtiendo.

“Y cómo vas a comprar ese preciado objeto. Crees que debes comprarlo, si tiene tanta historia. Es un objeto que llegó a principios de siglos como la única posesión de valor de gente que venía escapando del hambre desde Europa. Que acá en Montevideo alimentó a varias bocas. O que fue comprado cuando el hambre de esas bocas ya estaba estabilizada y se tenía un poco de ahorro para tener una pieza única que acercaba a esta gente con sus territorios de donde habían sido expulsados por la miseria y la falta de expectativas de vida. Y quién sabe, paso de padre a hijo y a nieto y a bisnieto, en varias generaciones, dando muestra de lo que significaba la historia y el tiempo de estas familias en esta nueva tierra”, pensaba.

Seguía reflexionando: “y tu ahora lo quieres comprar, tu que no tienes ningún vínculo con esta tierra, no tienes amigos, ni familia, y solo vienes aquí de vacaciones a tomar güisqui y a salir con chicas hermosas, pero sin dejar ningún ligamento con estas tierras???”.

“Claro –me decía- ahora porque tienes dólares en el bolsillo te sientes el rey de la Feria de Tristan Narvaja y quieres comprar todo. Quieres ser propietario de ese siglo de historia que entrega este reloj y llevártelo para guardarlo bajo cuatro llaves en tu cuarto oscuro del ‘horroroso Chile’”.

Eso pensaba mientras mi metamorfosis estaba decidida a continuar y seguir ahora transformando mi cara, alargar mi barba, cambiar mis ropas. Mientras me hacía más pequeño, ligero, saltarín y bromista. Era verdad, me estaba transformando en duende. Y con unos ojos en los cuales crecía la única idea de obtener ese preciado objeto de diminutos engranajes, minúsculos espirales de metal, péndulos precisos.

Y estaba decidido a comprarlo. Por fin tendría mi preciado objeto y lo acariciaría, lo limpiaría, lo miraría a cada rato y con inmenso orgullo lo mostraría a mis amigos, pero solo una vez, porque claro, como es tan hermoso mi reloj, más de alguno intentará robármelo. Es mejor comprarlo y guardarlo de inmediato, y volver a mi país, a mi ciudad, a mi casa y a mi cuarto oscuro y ahí observarlo, protegerlo, no permitir que nadie se acerque a mi tesoro.

Tic Tac, decía el mundo mientras la ansiedad por ese maravilloso reloj aumentaba. Pero de pronto, tic tac decía el mundo, y mi corazón comenzó a latir solitario y comencé a sentir que se apagaba, mientas caía sin sueño, y sin gente a la oscura habitación de la soledad. Sentí que todo desaparecía, o yo me hacía millones de veces más rápido y seguro, pero a la vez tan triste y desarraigado, como si este fuera otro día igual a otro día igual, como si comenzara a habitar una noche que nunca llega, pero que tampoco nunca termina.

Tic tac, tic tac, decía mi corazón angustiado, cada vez más pequeño y lleno de grietas, pudriéndose a cada segundo, mientras gritaba desesperado tratando de achicar mis orejas, tratando de sacarme esos ridículos zapatos, tratando de cortar mi barba, mientras nadie prestaba atención y me sentía más solo que nunca, en la indiferencia total del mudo.

Tic Tac, decía mi corazón desesperado y cada vez más hecho mierda, como si me hubiera fumado toda la peor pasta base de los barrios pobres de mi infancia. Tic Tac, Tic Tac, decía mi corazón mientras además de mi gritos comenzaban a parecer todas las hambrientas familias europeas que habían llegado a América, mientras aparecían los maestros de relojería, ya viejos y exigiendo lo que les pertenecía, y veía al relojero vestido de rey maldito repleto de relojes su trono y mansión, confundido y desesperado tratando de saber cual de todos los relojes era el verdadero.

Ahí en medio de la feria de Tristan Narvaja, se me caía la piel, el corazón ya se me partía y no podía respirar. De pronto pensé, claro es la última fase de la metamorfosis. Es verdad, siempre fui un duende, siempre lo he sido, y no se aún porqué estaba en este cuerpo tan pesado y con este tipo de vidas tan tristes. Claro, siempre fui un duende y ahora vuelvo a ser lo que era.

Y ahí en ese preciso momento, no saqué ni los dólares, ni compre el reloj. Simplemente lo tome, lo hice desaparecer y me fui saltando feliz de volver a ser lo que soy, corriendo entre tiendas de antigüedades, entre libros que ya nadie lee, entre discos viejos y probándome todos los maravillosos y elegantes sombreros antiguos de la feria Tristan Narvaja de Montevideo.
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Osorno, Montevideo, Santiago
noviembre de 2008
Patricio Igor Melillanca